Archive | diciembre 2013

Hasta (muy) pronto

Llegamos a fin de año, los balances dicen presente y acá estamos.

Desde la Rosa de Cobre estamos rebosantes de una alegría genuina por este comienzo, pero atención: Porque nos asumimos como Movimiento que implica no quedarnos estáticos es que queremos redoblar la apuesta. Y redoblar la apuesta es continuar compartiendo proyectos con ustedes, movernos y crecer, crecer y movernos. Es la única manera que concebimos de avanzar.

Por eso ahora mismo nos encontramos trabajando fuertemente en nuevas ideas, que pronto desembocarán en proyectos. Combatiendo la ansiedad, decidimos hacer un parate para dedicarles el tiempo que merecen. Eso sí, quédense atentos porque prometemos sorprender -¡ya verán!-.

Les agradecemos por el apoyo brindado y esperamos encontrarnos en el 2014 con nuevos aires y el espíritu renovado. Y por qué no, con nuevos integrantes también. Entre pan dulce, garrapiñada y una gota de sudor, los despedimos… Pero hasta muy pronto.

¡Salud!

Fb. Pág. “Rosa de Cobre”

Tw. @RosadeCobre

Mail  rosacobrinos@gmail.com

DESDE ADENTRO

“Al fin de cuentas, todo, todo lo que digamos o hagamos,
aún nuestro grito de rebelión contra la letra establecida,
quizás no es más que un parlamento puesto”
Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel Gris

La nota del pasado viernes señalaba con pertinencia el peligro de suponer que la libertad de expresión termina con el poder decir. Hace falta más. Es poder decir, pero sobre todo, poder ser escuchado. Sabemos, que si el árbol cae en un bosque inhóspito, a lo sumo provocará una onda, pero nunca un sonido. El sonido es en tanto alguien lo escuche, sino, no pasa una onda que se propaga sin rumbo, hasta convertirse en otra cosa. Subestimaría a los lectores si intentara explicar la metáfora.

En esta línea, resulta interesante la paradoja de que toda expresión libertaria se constituya con el mismo lenguaje que las fuerzas que intentan cercenarla. En una palabra, digamos lo que digamos, siempre estaremos enmarcados en la misma red. La pregunta es obvia: ¿la pretendida libertad de expresión no será acaso un escondite, una cínica ilusión que hace del emisor un ingenuo, que se cree libre? Peor aún, ¿cómo se sale? Si igualamos “libertad de expresión” con ser escuchado, no podemos prescindir del lenguaje, pero a la vez, el lenguaje es la materia que informa los barrotes de la cárcel.

Dicho de otro modo: ¿Cómo decir por fuera de lo dicho o lo esperable? Incluso esta nota reproduciría aquello que estamos intentando desmontar.

Sin embargo, tal vez podamos darle una vuelta al asunto. Dijimos que las palabras ya han sido creadas, son éstas. Más allá de algún que otro neologismo, el lenguaje, aunque cambie, ya fijó sus estructuras. De lo que se trataría entonces es de redifinir las palabras existentes, entenderlas de una manera nueva. La libre expresión será aquella que redibuja sus horizontes, entonces logra pensar por fuera de los límites. Se escapa. Tanto Marx como Levi-Strauss fueron precedidos por la palabra “estructura”. Ambos dos la catapultaron a lugares absolutamente inesperados. Un cambio de lectura en una palabra, un cambio profundo en la forma de ver el mundo.

Para que se vea más claro, transpolemos la misma estrategia al campo de los objetos. Sabemos que casi todo lo que usamos trae impregnado un proceso sangriento e injusto. Hay muerte en la suela de mis zapatos. “Mejor no pensar en la extracción mineral para fabricar la batería de mi celular. Mejor no saber muy bien si lo que como está hecho en el campo o en un laboratorio”. Y entonces ¿vamos a dejar de comer? ¿Vamos a quemar nuestros celulares y así seremos libres?

Tal vez haya otro juego posible. Sacar de contexto, poner allá lo que antes estaba ahí, usar así lo que debe ser usado asa. Por poner un ejemplo entre miles posibles: si facebook surgió para controlarnos, démoslo vuelta, usémoslo como herramienta de organización. Como un espacio artístico, como algo que ni siquiera puedo imaginar. Si los celulares traen cámaras de fotos, salgamos del autoretrato, y mostremos el afuera. ¿O acaso seremos más libres sin facebook, y sin celular?  Es posible, pero no llego a ver los alcances colectivos de semejante proeza. Siento que queda ahí, en el orgullo personal de saberse (en realidad, creerse) “fuera del sistema”.

Se trata de pensar ya no en lo constituido, sino en el potencial de los objetos y las palabras. No midamos a partir de lo que son, sino de lo que pueden llegar a ser. Con esto que ya hay, hagamos algo nuevo, y tal vez ahí sí podamos rozar la libertad: porque libre no es tanto “el ya liberado”, sino el que se sabe oprimido y piensa hacer algo al respecto.

Ignacio Ragone

Fuera de Foco

“Si Dios ha muerto, todo está permitido” F.Dostoievski

Al poco tiempo del estreno de Kill Bill, se produjo una masacre de las que tristemente nos tiene acostumbrados Estados Unidos en la que un adolescente armado hasta el cuello asesinó a más de diez compañeros de curso y también a la maestra. Un periodista que entrevistaba a Tarantino intentaba hacer una asociación entre dicho evento y el contenido violento de sus películas. Cuando luego le preguntó por qué hacía sus filmaciones tan crudamente violentas, el director contestó: “Porque es divertido”.

De ningún modo se sostiene la hipótesis de que es el arte quien diseña un acontecimiento (ya sea político, ya sea social), sino que, por el contrario, una obra es posible porque ya ese significante fue abierto anteriormente en el mundo real, donde la sangre que corre, corre a pesar del arte. El arte será pues muchas veces, acaso cuando mejor funciona, ese espejo en el que la sociedad no se quiere mirar.

Y es cierto, las sangrientas escenas de Kill Bill, tan minuciosamente cuidadas, se acercan no se si tanto al humor, pero sí a cierta belleza, formando en definitiva la particular estética que caracteriza el cine de Tarantino, alejándose, va quedando claro, de su cuota de responsabilidad en el hecho violento. Esa asignación de culpa hacia al arte es un burdo modo de tomar un atajo, porque, ordenemos primero: ¿quién es más responsable de que la matanza haya sido posible: una película de Tarantino o que comprar una escopeta sea igual de difícil que comprar un yogur? El riesgo de esas acusaciones es aun más poderoso: incluye la suposición de que el espectador es alguien estúpido, incapaz de diferenciar con qué intención nos es presentada una escena. Bajar las expectativas de la función que cumple el arte, o, mejor dicho, reubicarlas, tal vez permita entender mejor el para qué y el hasta dónde del arte.

Tomando esto, la tentación que surge de modo espontáneo es la de suponer que si es difusa la responsabilidad del arte, difusa será a la vez su frontera, e infinita por lo tanto la libertad para desenvolverse, y nos preguntaremos pues: ¿está todo permitido en el arte? Es claro que no se trata de una pregunta metodológica: poder, como poder, se puede todo; ese no es el problema, sino que lo que realmente importa es que en ese movimiento de respetar o exceder el límite de lo permitido se esté diciendo algo, se esté mostrando algo. Y ese algo es justamente el límite, incómodo, que interpela y que cristaliza finalmente qué es lo consideramos como lo pensable, como lo expresable, como lo visible. Qué es lo permitido en el arte no lo sabemos hasta que experimentamos lo que nos produce cierta obra en particular; será en definitiva el ojo el responsable de poner fuera de foco, para seguir con el ejemplo, la escena de Kill Bill en la que la protagonista del film corta cuellos como si fuera un deporte, si tal imagen hubiera pertenecido a lo catalogado como inaceptable.

La pregunta por los límites del arte, la pregunta que hoy nos interesa, es en síntesis la pregunta por “¿qué es el arte?” y por “¿cuándo hay arte?” La única evidencia del arte es que se perdió la evidencia de lo que es, produciendo como consecuencia paradójica la exigencia de la existencia de un límite: el arte precisa de la existencia de un límite, para poder tener la posibilidad de transgredirlo. En esa puja se halla su esencia.  Siempre habrá pues una pregunta cuya función sea la de atacar al arte, desacomodándolo en caso de que se haya amoldado a una forma definida: si el arte no está en crisis, perderá su condición de ser arte.

Matías Gotelli

¿De qué libertad de elección estamos hablando?

No discutamos posiciones. Ninguna lucha puede estar sustentada en un ranking. No todos los índices indican realidades. No se trata de ver qué puesto ocupa X país sobre un total de Y países. No banalicemos la cuestión.

Me cuentan de un tal índice de libertad económica y, al principio, me rehúso a ver de qué se trata. En definitiva, si me asumo autor del párrafo anterior, qué puede llegar a importarme. Pero cuando profundizo y desmenuzo las palabras del que está enfrente de mí, me agarra un ataque de discernimiento que no puedo contener. Y me siento a ver qué es eso que llaman libertad económica. Porque, pienso, algutinar libertad y economía en un concepto unívoco es tan ridículo como hacerlo con política representativa o empresas socialmente responsables. Huele a slogan y, por lo mismo, entiendo que son todas palabras que se repelen. Que el hecho de que estén semánticamente unidas esconde una intención perversa. No existen tales cosas.

¿Qué es un índice? Una manera de medir. ¿A qué se llama, entonces, índice de libertad económica? Quiero creer que no a la manera de medir el grado de libertad de cada hombre respecto de su poder adquisitivo. Todo así lo indica, pero no puede ser.

Veamos de qué se trata, entonces.

Liberalismo no es libertad de la misma manera en que libertad no debe entenderse como libertinaje. La libertad nos corresponde, el libertinaje se elige, el liberalismo nos distancia. Cuando se pensó en un mejor modo de convivencia por medio de las voluntades individuales, se subestimó el sentimiento de sometimiento que esconde el hombre en su interior. Y lo que empezó como una buena intención -porque no hay que olvidar que casi todo empieza con buenas intenciones-, terminó justificando acciones de dominación que no tienen ningún tipo de sustento moral. Entonces lo que supo ser primacía física en el hombre primitivo, para luego ser desarrollo armamentista, pasando por ilustración de pensamiento e imposición jurídica por medio del miedo, termina (y acompaña durante todo el proceso) una idea de sumisión por culpa de los bienes. En algún punto está instalada la idea directamente proporcional de que a mayor poder adquisitivo, más poder se tiene. ¿Será así?

Para no seguir estirando la discusión, vamos a decir que no. Este índice de libertad económica del que tan mala fama estamos haciendo, pero que tan poco estamos explicando, dice que la función del Estado es, básicamente, desentenderse de su propia realidad económica porque el mercado va a depender del grado de demanda que tenga un producto determinado. Simplifiquemos: el precio de los productos no va a depender de lo que los productos valgan, sino de lo se crea que valen. Ejemplifiquemos: si a todos se nos ocurre que comprar perchas es determinante para nuestra existencia, los que fabriquen perchas van a tener la obligación de subir sus precios. ¿Porque van a faltar perchas? Algo así. ¿Porque hay que subirse a la ola de la moda? Sí, parece más esto segundo. ¿Porque hay que acumular, acumular, acumular para épocas en que las perchas hayan pasado de moda? Seguramente, sí. Pero, ¿quién piensa en el poco espacio que un excedente de perchas va a generar en los armarios de todos nosotros? Nadie, eso no importa. Porque parece que se es más libre cuanto más lejos se mantenga el Estado. Aparentemente se es más libre cuanto más dependamos de nosotros mismos.

Pero lo que estamos obviando es el grado de responsabilidad en que debieran estar sustentadas todas nuestras decisiones. El problema no es comprar perchas. El problema es no pensar por qué estamos comprando perchas. Y la conclusión a la que llegamos es que se compran porque nos convencen de que nos faltan. La adquisición se volvió un reflejo. No cuestionamos nada -o casi nada-. Y eso es peligroso. Compramos porque creemos que estamos siendo libres, que es un acto voluntarioso cuando, en verdad, estamos comprando nuestra esclavitud. En cada acto intercambista impulsivo estamos aceptando unas reglas de juego que se nos impusieron y que ni siquiera nos sentamos a ver de qué se trataban. No vamos a caer en la reinvidación del sistema liberal diciendo que su genialidad reside justamente en eso. Porque no lo consideramos virtud, sino consecuencia. Nadie se sentó a diagramar este entramado de consumo. Sucedió porque nos lo merecemos. Será cuestión de soplar en contra del viento que venimos aceptando sin preguntarnos de dónde y tratar de contrarrestarlo.

No. No es extremista. A lo sumo, radical.

Hay un índice que nos dice que hay gente de algunos países que es más libre que gente de otros a la hora de gastar. No molesta que usen la palabra índice. Pero que no asocien libertad a una supuesta elección de consumo. Que no nos roben esa palabra. Y si lo intentan, demostrémosles qué es ser libre de verdad. La próxima vez que vayamos a comprar una percha pensemos, primero, cuántos pantalones tenemos para colgar. Seamos responsables en, al menos, eso.

Treinta años de democracia, la derrota política del fascismo y varias preguntas flotando: ¿Por qué prevalece, en amplios sectores, la desaprobación y la indiferencia? En el 83’ no tomamos la Bastilla para terminar con la dictadura, el proceso de recuperación y consolidación fue tortuoso. Las respuestas elaboradas e inscriptas en la tradición, las viejas categorías de comprensión y los viejos estándares de juicio han estallado por los aires, y se hace evidente la necesidad de volver a empezar.

¿Alcanza la existencia de un Estado de derecho, de una forma de representación de mayorías, de un régimen de partidos y de un conjunto de garantías ciudadanas para vivir en democracia? Los flagelos humanos y los genocidios no dejaron de existir, sólo cambiaron de nombre; y el genocidio de hoy y de los próximos 30 años no es el terrorismo político, sino la exclusión. Desde aquella idílica Primavera del 83’ pasamos por muchas: las turbulencias, las idas y venidas, las crisis, la decadencia simbólica, la recuperación, la revalorización. “(…) Es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística”, en palabras de Borges.

Y entonces, ¿por qué celebrarla? La democracia no alcanzó para que comamos todos, para que nos eduquemos todos y para que nos curemos todos, pero ha sido sin lugar a dudas un grandísimo paso para la condena de la violencia. Todo aquello formó parte de una construcción simbólica, de cimentar nuestra libertad. Democracia y libertad no podrán separarse jamás, y en todo caso engrandecer su recuperación sirve a la vez para condenar las nuevas formas de genocidio. Sirve para condenar el fascismo en todos sus órdenes: el político, primero, pero también el económico,  también el educativo, y también uno de los más graves: el fascismo cultural. Porque la democracia vence el silencio, con todos sus errores e insuficiencias es la claridad con que se exponen los problemas y la existencia de medios para resolverlos. Sirve para hacer política porque, mal que nos pese, la democracia seguirá siendo el único ámbito en donde todavía puede hacerse política, donde un colectivo más o menos organizado (desde un partido hasta un movimiento social) puede abrazar una causa sin ser perseguido, torturado, desaparecido.

¿Por qué no celebrar, entonces, este primer gran paso para discutir lo que viene? Avanzar sobre una participación popular ampliada, extendiendo la democracia a otros ámbitos, exige de nosotros una conciencia sobre lo que no debe pasar nunca más y una responsabilidad frente a lo que se ha hecho por la primera libertad: la libertad política.